SOBRE POLÍTICA Y FESTIVALES: REFLEXIONES, REALIDADES Y ALCANCES EN TORNO A EDIMBURGO

 

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Una vez escuché un dicho anglosajón que decía más o menos así: “you are only as good as your last show” (uno sólo llega a ser tan bueno como su última función). Aunque este invierno he podido aplicar esta metáfora a varios aspectos de mi vida personal, en este caso me pareció una cita más que acertada para introducir el debate que se inició la semana pasada en torno al Festival de Edimburgo (Escocia), un evento que pese a su alto reconocimiento internacional, y sus 66 años de trayectoria, ha sido blanco de críticas debido a los desafortunados comentarios de Jonathan Mills, su director artístico.

En su versión 2013 el Festival de Edimburgo ocupa un espacio programático que va entre el 9 de agosto y el 1 de septiembre en la capital escocesa. El evento, reúne a más de 2.300  artistas internacionales, los que se suman a un número aproximado de 700 creadores locales, generando un sin fin de actividades que sobrepasan el impacto propiamente artístico. Sin ir más lejos, el aporte económico que el Festival logró en su versión anterior alcanzó una cifra superior 2,76 millones de libras en venta de taquilla, – lo que equivale a cerca de 860 millones de pesos chilenos-. Como podemos ver, la envergadura del Festival queda de manifiesto no sólo en sus ejes programáticos sino también en su ámbito de producción.

Como resulta natural en cualquier iniciativa cultural que de alguna manera u otra impone hegemónicamente una visión curatorial, surge espontáneamente una espacio de  resistencia o de diversidad que da cuenta del estado del arte en una sociedad. Hablamos entonces de un circuito off- que en el caso de Escocia se agrupa bajo en organización que reúne los trabajos emergentes, evidentemente a aquellos que no tienen cabida en la programación oficial: el Fringe Edinburgh Festival. Y es, precisamente aquí donde comienza nuestra historia.

Lamentables fueron las declaraciones que la semana pasada dio Sir Jonathan Mills, director artístico del Festival de Edimburgo, a los medios de prensa local. Ellos esperaban saber si la programación oficial 2014 le daría un énfasis particular a los acontecimientos políticos que atravesarán la contingencia en Escocia durante el próximo año. Y es que no resulta menor pensar que el 18 de septiembre  de 2014 los ciudadanos del país Europeo votarán en un referéndum público sobre si Escocia debe convertirse en una nación independiente del Reino Unido. Aquí, la respuesta de Mills no sólo reafirmó que el Festival no tiene intenciones de abordar el referéndum entre sus líneas programáticas, sino que además dio pie para reflexionar sobre la estrecha – conflictiva – y natural relación arte-política. El director señaló:

 

"No queremos que nuestro festival sea otra cosa distinta de lo 
que ha sido siempre, y esto es, un espacio políticamente neutral 
para los artistas. Es importante que se mantenga así".

 

Adicionalmente agregó que trabajos vinculados a estas temáticas, tienen ya una cabida en el Fringe. Las reflexiones que podemos hacer a partir de las declaraciones de Mills abren entonces diversos campos y áreas de debate.

Sin duda, la primera es la que Lyn Gardner expresó elocuentemente en su columna en el diario “The Guardian”: “Si Mills realmente cree que hay tal cosa como un ‘espacio políticamente neutral para los artistas’ y que el Festival de Edimburgo lo proporciona, él es un hombre mucho menos inteligente de lo que yo pensaba. Donde ocurre el teatro, el contexto en el que se produce, cómo y por qué se programa, las condiciones bajo las cuales se hace y se muestra, son todos actos intrínsecamente políticos – no ocurren en el vacío”.

Efectivamente el arte – y el teatro – son actividades políticas por definición. Me ha quedado de manifiesto en el último año, en el cual he estado dedicada a observar de cerca el teatro emergente en Santiago, que la actividad teatral no sólo aborda temáticas políticamente contingentes, expresando directamente una opinión política sobre el acontecer nacional,  sino que también he sido testigo de cómo la creación artística habita un espacio de resistencia y adversidad que es propio en su realidad de producción. El artista es, históricamente y desde mucho antes que las tabernas del teatro isabelino, un profesional que vive al margen y, por lo mismo, se convierte en una voz opinante, en una voz de disidencia en su contexto local.

Otro hecho que debe trascender a las declaraciones de Mills, es aquel que nos recuerda que los espacios “oficiales” de la cultura son espacios relevantes, pero no los únicos y, por lo mismo, debemos fomentar y potenciar los circuitos off como parte esencial de la diversidad y riqueza de nuestro sector creativo. Cuando hablo de “oficialidad” sin duda alguna estoy pensando en aquellos que se transforman en el establishment artístico, que trabajan por convertirse en la voz probada de los mercados nacionales e internacionales, en aquellos círculos que cuentan con recursos asignados usualmente por glosa gubernamental (cómo el Festival de Edimburgo y por qué no, nuestro propio Santiago a Mil), donde claramente priman los estándares de calidad pero que no necesariamente da cuenta de una riqueza creativa que está justamente puesta en la variedad.

Este último año he sido partícipe de este establishment, pero también he visto con gusto y avidez como otros espacios creativos, otros lenguajes, y otras realidades de gestión son posibles. Si Mills no quiere obras que traten sobre el próximo plebiscito en su Festival, no hay problemas, los espacios de disidencia siempre estarán ahí para responder.

 


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